martes, 21 de abril de 2009

Clases particulares.

Da gusto ver jugar a los niños. No me entendáis mal, no soy un jodido pedófilo. Da gusto verlos saltar y corretear, caerse al suelo y levantarse, llorar y reir, porque es todo un espectáculo contemplarlos mientras crean y destruyen disfrutando en lúdica anarquía. Las plazas y los parques, los sitios de recreo, las calles de los pueblos serían escenarios sin vida sino fuese por su presencia. Los niños son el ruido necesario del mundo. Y el futuro incierto, también.

De pequeño estuve asistiendo a clases particulares de dibujo en casa de una pintora local. Solía pasarme complejas láminas de pájaros y escenas pintorescas para que las copiase. También realizaba con frecuencia ejercicios de claroscuro sombreando esferas y degradados tonales que me resultaban aburridísimos. Al cabo de los meses, conseguí introducirme en el maravilloso mundo del color interpretando reproducciones de lustrosos bodegones con ceras plastidecor. Hasta que llegó el maldito día de estrenar los óleos. Entonces mi pequeño mundo se derrumbó. Por mucho empeño que pusiese, el color que con tanto esmero aplicaba siempre terminaba tan ponzoñoso como el mono de un mecánico.

Bajo esas circunstancias abandoné el caballete y me dediqué a tocar la guitarra.

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