martes, 1 de septiembre de 2009

Crónica de una feria anunciada.

Macarras pintados en traje y trajeados con pinta de macarra comparten casetas. Corre a sus anchas el fino y el montecristo, el güisqui garrafero y el cava de la oferta, el sucedáneo de cocaína y el chocolate culero. No hay distinciones, señoras y señores. Hay que divertirse de una vez, cojones. Como en una atroz escena costumbrista pintada por un Soutine más convulso y deformado que de costumbre. Hay que celebrarlo. Hay que salir en turba a liarla porque de esta forma todo está permitido. Ya lo hemos hecho otras veces, cuando pinta la ocasión. Podríamos colapsar el tráfico, provocar a los transeúntes, manifestarnos ofensiva y gratuitamente. Podríamos ir a prenderle fuego al castillo del monstruo si fuera preciso. Porque somos la barraca de la feria. Somos la diarrea de la risa. Porque el summum del cunnilingus es hacérselo a una cabra parturienta. A estas horas el olor es demencialmente nauseabundo, a bilis recién orinada sobre vómito fresco, y se confunde con el sabor de las tapas y de los cubatas. Y surge una cuestión de oficioso parlamento. Nunca son suficientes diez mil urinarios portátiles. Jamás. Porque es preferible mear en la calle, potar en la calle, cagar en la calle, convertir la calle en un delicatessen de soberbia mierda. Pero en este punto que no se le ocurra a nadie compararse con los cerdos porque éstos tienen todos mis respetos. Tengamos presente que el cerdo es un animal omnívoro, pero noble, que rara vez satura el ambiente acústico sin ir más lejos, exceptuando el fatídico día de la matanza.

Ya se llevan la feria al recinto.
¡Ay! Ya se la llevan...[insertar risa de vieja].

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