viernes, 29 de mayo de 2009

Balsa de aguas verdes.

De crío solía juntarme con una pandilla del pueblo de mis padres. Todos los veranos solíamos ir a tirar piedras a la balsa del viejo Tomás. Lo hacíamos a urtadillas, pero armando un sonoro jaleo, como ejemplares gamberros. La balsa era una construcción rectangular de hormigón armado, de unos dos metros de profundidad y unos ocho metros de largo, que el viejo debía emplear para el riego de los frutales colindantes, especialmente naranjos y albaricoqueros, de los que dábamos buena cuenta tras el apedreo pertinente. La balsa, cohabitada por sapos, renacuajos, culebras y enjambres de insectos de todo tipo, solía estar cubierta por una capa de moho verde esmeralda. Una vez incluso alguien creyó distinguir bajo sus viscosas aguas una enorme especie de carpa. Yo pensé, en aquel momento, que quizás fuese el cuerpo ahogado del viejo que estaba aguardando en el fondo para darnos un buen escarmiento.

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