miércoles, 13 de mayo de 2009

Réquiem para un papagayo.


Todas las temporadas visito el cortijo de mis primos con motivo de la matanza, de la que hablaré en otra ocasión. Es un caserón de dos plantas de piedra encalada situado a las afueras de ninguna parte, rodeado de olivares y viñedos milenarios. Vienen ahora a mi mente imágenes de gatos y gallinas vagabundeando entre desperdicios de patatas, todo envuelto con el aroma de las morcillas hirviendo.

Aún no habían llegado el resto de familiares, así que todos pasamos a la cocina a dar obligada cuenta del desayuno. Y entonces allí, entre las habituales jaulas de los pollos perdices, ví por vez primera un loro gris africano, un yaco, el papagayo hablador por excelencia. Era un ave de tamaño considerable y cuerpo rechoncho, de plumaje plata vieja degradada en blanco y cola roja. No es que fuese especialmente espectacular ni exótico si se lo compara con otros papagayos, pero causaba impresión. Mi tito dijo que se lo había traído como presente un pasante de aduanas de Melilla, pero más tarde me enteré que lo había comprado en una pajarería de la ciudad por puro capricho.

Hace unos días que recibimos una apenada llamada de teléfono. El loro se había muerto. Pasó de repente, comentó mi tío, como de un día para otro. Yo quisiera pensar que se murió de tristeza.

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