Mi primera vez.
Escribí este texto hace casi ocho años. Ayer lo encontré mientras ordenaba papeles viejos, olvidado en una carpeta de cartón.
Me desperté a las seis de la mañana del día siguiente en una gran sala separada por cortinillas. Me daba la sensación de estar dentro de urgencias, la serie de televisión, pero sin negratas tiroteados. A mi lado, detrás de la cortina, un hombre de unos cuarenta años lloriqueaba porque se había cagado en la cama y llamaba quejumbrosamente para que la enfermera acudiera a limpiarlo. Cuando fueron, la enfermera me vio despierto y me dijo algo.
"¿Cuándo me puedo ir?", balbuceé torpemente.
"En cuanto el médico te de el alta", me dijo.
Todo el mundo era amable y yo me sentía agusto y tranquilo, con aquel tubo metido por la nariz y el suero diluyéndose gota a gota por mis venas "Cuando vayas al cuarto de baño te podrás ir", añadió después. "¿Me puedes quitar el suero?", le pregunté sin obtener respuesta.
En una mesa, a lo lejos, un par de enfermeros de guardia y un celador charlaban animadamente de fútbol y de todas esas cosas de las que habla la gente que en realidad no tienen nada que decir. Yo solo quería mantener los ojos cerrados y pensar en todo lo que estaba pasando. Me parecía extraño encontrarme allí, y me pareció extraño también estar solo y que mi familia no viniera a verme. Pero seguí tranquilo escuchando las conversaciones de aquella gente hueca y el llanto de aquel hombre macizo que gemía lastimosamente mientras repetía una y otra vez "Que vida mas puta, que vida más puta, que vida más puta...", mientras le limpiaban la mierda de entre las piernas.
Mis tripas comenzaron a hacer ruido. Sentía grandes burbujas borbotoneando y litros de fluido apurando los últimos tramos de mi intestino grueso. Me imaginé a mi mismo lloriqueando como aquel hombre, rebozado en la diarrea que pronto escaparía de mi contraido esfinter.
Aquel tipo tenía razón. La vida es muy puta.
Una enfermera pasó delante de mí ayudando a una chica con camisón y suero a llegar a algún lado. "Eh, oiga, necesito ir al servicio...", logré decir. La enfermera asintió y al poco rato vino por fin a ayudarme a mí también.
Me di cuenta de que debajo de la bata solo levaba los calzoncillos, y mientras andábamos hacia el cuarto de baño, aquella madre postiza parecía mucho más preocupada que yo mismo de que no se me viera nada, y me mantenía la bata cerrada por detrás con la mano izquierda.
La botella de suero estaba colocada en una especie de largo trípode de hierro con ruedas que la mantenían en lo alto, como la estrella de navidad, balanceándose al compás de mis torpes pasitos de bebé.
Los cuartos de baño de los hospitales son muy deprimentes, pero al menos siempre están limpios, no huelen demasiado mal y siempre hay papel higiénico. La enfermera me dejó de pie al lado de aquella triste taza y se fue, cerrando la puerta cuando salió.
Lo primero en que pensé fue en el papel higiénico. Es lo primero que pienso cuando entro a cagar. No permito nunca que me pasen incidentes desagradables por culpa de su ausencia, y empleo enormes cantidades antes y después de devolverle mis heces a la Pacha Mama. El papel higiénico que tenían allí era el doble de ancho que el de las casas, y el rollo era mucho más gordo. Cogí un largo trozo. Un metro más o menos.
Siempre que entro a cagar pongo un buen trozo de papel en el fondo de la taza, justo donde creo que se va a enroscar el churro, para no tener que utilizar la escobilla al terminar. Me parece una asquerosidad tocar la escobilla. Haciendo esto, al tirar de la cadena, el agua arrastra la descarga de una forma absolutamente aséptica y no queda ningún rastro fecal.
Lo hice de la misma forma que en mi casa, y justo cuando apoyé mis nalgas en la taza, los muertos de Pompeya se estremecieron de pavor ante tan apocalíptica y brutal demostración de vida. Me reí como un imbécil en silencio, como Patán, el perro del malvado Pierre Nodoiuna de Los Autos Locos.
Mientras expulsaba aquello fuera de mi pude ver que llevaba puestos dos calzoncillos. Me seguí riendo al verlos, con el brazo inmóvil procurando no hacerme daño con la aguja del suero. Todavía no se quien demonios me puso el otro par de calzoncillos. Seguramente yo mismo, preocupado de que en urgencias descubrieran mi ropa interior sembrada de palominos y cruzada de rayas marrones por detrás y rosas amarillas por delante. A nadie le gusta que los demás se den cuenta de que eres un guarro. Probablemente pensé en cambiarme de calzoncillo, pero olvidé quitarme los sucios antes de ponerme los limpios.
Noté que ya no quería cagar más. Solo había salido líquido. Cuando me limpié el culo, miré el papel arrugado para asegurarme de que todo iba bien. En un primer momento me asusté, y tardé unos segundos en darme cuenta de lo que era aquello.
Todo estaba negro. Y no me refiero a marrón oscuro con tropezones negros ni mariconadas por el estilo. Me refiero a que aquella mierda era absolútamente negra. Había cagado tinta china y mi culo me estaba haciendo el test de Roscharch en aquel papel arrugado. Y creo que fallé la prueba. Era el carbóm activo con el que me habían lavado el estómago horas antes.
Tiré aquel papel a un enorme cubo de basura que había al lado de la taza, lleno de papeles usados, y continué limpiando concienzúdamente aquel sideral agujero negro entre mis gluteos. Necesité un buen rato hasta que el papel salió casi limpio por completo, y por lo menos tres metros de papel para lograrlo.
Cuando me levanté, me subí los dos calzoncillos y tiré de la cadena. Me giré hacia la puerta y fuí hacia ella, y tras dar cinco o seis pasos un gran estruendo resonó en la habitación mientras sentía una punzada en el brazo. Había olvidado por completo que todavía tenia la botella enganchada a mí y calló al suelo con su soporte al dejarla olvidada al lado de la taza. Milagrósamente no se rompió. Me sentí totalmente gilipollas, y en ese momento me di cuenta de que ya no tenía nueve años. Tampoco veintisiete. Tenía ochenta.
Logré volver a la cama lentamente, tratando de cerrar yo mismo la parte de atrás de la bata y, sujetando el soporte de la botella de suero, me tumbé de nuevo. El hombre que se cagó en la cama permanecía en silencio. Y alguien dijo mi nombre. Me pareció un nombre extraño pero familiar, como el de algun compañero de colegio del que no sabes nada desde hace veinte años.
Era el psiquiatra.
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