sábado, 18 de abril de 2009

Cagar en la estación de autobuses.

Detesto cagar en inodoros desconocidos. Soy de naturaleza escrupulosa, y exponer una parte tan íntima de mi anatomía a semejante pozo de infecciones y enfermedad me resulta total y absolutamente imposible. No soporto hacerlo siquiera en el aseo de la trastienda cuando me toca suplir a mi madre.

Hace poco más de un año, comí demasiado pulpo frito y flan casero con galletas de postre, poco antes de acudir a terapia esa misma tarde. Me sentó terriblemente mal, y tuve que entrar en la estación de autobuses de camino a la consulta con total urgencia ya que podía sentir que unos sonoros retortijones anuciaban la inminente erupción del Krakatoa de mi esfinter, cuyo coeficiente de elasticidad es extremadamente elevado e inversamente proporcional al control que en situaciones de stress ejerzo sobre el.

La terrorífica imagen de mi mismo recorriendo el camino de regreso a casa con los pantalones cagados dejando un copioso rastro de diarrea anuló temporalmente mi pánico a los retretes extraños. En situaciones de riesgo el hipotálamo toma el control de nuestro cuerpo y de nuestra voluntad, obligandonos a realizar proezas sobrehumanas libres del yugo de la razón y el miedo.

Me dirigí apresuradamente a los baños, situados justo al lado de la cafetería de la estación, esquivando habilmente el roce con una pareja de marroquíes que zanganeaban en la entrada de aquellas infectas letrinas. Era tanta mi prisa que no reparé en el estado de higiene de la taza, ya que comencé a desabrocharme el cinturón mientras me dirigía desesperadamente al fondo de los servicios, empujando la puerta del cubículo con el hombro y girandome al tiempo que me terminaba de bajar los pántalones, sintiéndome del todo incapaz de refrenar la enorme potencia de aquel debastador torrente de heces. Le hice el gotelé a la tapa levantada y sentí instantaneamente las salpicaduras del agua del fondo en mi hasta entonces inmaculado y virginal ojete. Mi culo interpretó una infernal sinfonía de pedos acuosos, graves y agudos, entrecortados con el sonido del intermitente chorro de diarrea a presión que eyaculaba mi ano, provocando una inevitable ráfaga de nuevas salpicaduras. La tensión de mis muslos al evitar que mis gluteos tocaran aquel infernal agujero de miseria no impidió que el acto se desarrollara con relativa limpieza para mis vestiduras, aunque no tanto para el entorno, y me apené al imaginar a la pobre limpiadora que tuviera que higienizar los baños. Por fortuna, nadie entró mientras estuve allí, y me sentí ejecutor de un crimen perfecto sin testigos ni cabos sueltos.

Afortunadamente llevaba un paquete de kleenex en la bolsa que suelo llevar conmigo, de forma que conseguí un grado de limpieza relativamente alto, y creo que socialmente bastante aceptable. El horror vino instantes después, cuando me erguí de nuevo mientras me subía los pantalones y, al mirar aquel lodazal de excrementos, pude distinguir un preservativo usado en el fondo de la taza, flotando impúdicamente entre aquella abominable atrocidad fecal en que se había convertido el infecto fluido que instantes antes se había infiltrado por la entrada de mi recto. En mi precipitada huida percibí las burlas de los magrebíes, que comentaron algo en árabe. Supuse que eran chaperos y aquel condón fue un residuo de los actos contra natura que seguramente practicaban en aquellos servicios de forma sistemática con los eventuales y desesperados desviados que contrataran sus servicios.

Una sucesión de terribles visiones de panfletos sobre enfermedades de transmisión sexual repartidos años atrás por el area de juventud a los estudiantes me sacudió el cerebro en brutales ráfagas que me llenaron de la más absoluta certeza de enfermedad y muerte. Corrí sin descanso hasta mi casa y permanecí encerrado en mi adorado cuarto de baño, donde con ayuda de un embudo de plástico que mi madre guardaba en un cajón de la cocina, me practiqué varios enemas de alcohol del botiquín, despatarrado boca arriba en la bañera, haciendo caso omiso del gran escozor que sentí y del creciente estado de embriaguez que en aquel momento no pude preveer y que se prolongó durante horas.

Viví angustiado durante más de tres meses al leer en un foro que los resultados de los análisis de contagio de la mayor parte de las enfermedades venereas o inmunodepresoras no eran determinantes hasta doce semanas después de la supuesta infección, y aunque finalmente todos los test dieron resultado negativo, tardé bastante tiempo en volver a considerarme una persona normal libre de la inmunda plaga del SIDA y liberarme de la sensación de ser un pútrido y peligroso foco de infección para mi familia.

Poco tiempo después del incidente, reconocí el embudo que usé para practicarme las etílicas lavativas colgando de la alcayata del deposito de agua de Araoz de la tienda que mis padres regentan y que surte de fresca agua de manantial a gran parte de los vecinos del barrio, habiendo sido reciclado para tal uso por mi madre tras haber encontrado una araña muerta en su interior un par de semanas después del infame uso al que lo sometí.

Hoy he tenido que cagar en un bar y no he sentido ni miedo ni asco, porque como decía Artaud, "Là où ça sent la merde ça sent l’être", y mi hogar ya no es cualquier lugar donde pueda llegar a cagar cincuenta veces seguidas.

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