lunes, 6 de abril de 2009

El dentista.

El sacerdote no quiso ayudarme y se limitó a decirme que el dolor que sufro es el precio de todos los pecados que no me negué a cometer en mi vida anterior, cuando fui una perra que deglutía todo lo que saliera de su cuerpo. Y aunque no lo recuerdo, sé que es cierto. Y aunque no quiso reconocerlo, él sabía que yo también soy de plástico. El dentista es el cura que arrancará por tí tus dientes, pero será Dios quien mastique tu cabeza. Salí a buscarlo de noche tapándome la boca con una servilleta para que ni mis colmillos ni mis incisivos se asustaran al escuchar las groseras risotadas de las putas que hacen guardia en mi puerta. Ni siquiera miró mi boca. Solo quiso medir la distancia entre mis parietales con un condón usado, estirandolo sobre mi bóveda. Palpó mis apofisis mastoides acariciando detras de mis orejas con tanta delicadeza que la adolescente somalí que apadriné sintió un orgasmo mientras asistía al parto de una vaca a tres mil kilómetros de distancia. Cuando mi craneo comenzó a reblandecerse por el frotamiento, el dentista me permitió comunicarme telepáticamente con los tres conejos despellejados que solía utilizar para humedecer con su sangre los sellos de mis cartas de amor a Tracy Lords. Les dije que ya no me pertenecían y les confesé donde escondí su pellejo. Fue entonces cuando mis dientes, asustados, comenzaron de nuevo a gritar obscenidades. Cuando el dentista percibió mi intento de apaciguarlos hincó sus dedos en mi entonces blanda cabeza dejando sus huellas marcadas como en una boñiga fresca, y mis muelas, sumisas por la enorme furia del dentista, comenzaron a recitar antiguas letanías que aprendieron de mi cuando estuve poseido por el espiritu de un eunuco muerto hace milenios. Mi craneo volvió a endurecerse respetando la nueva forma que el dentista le habia dado, y bajo su severa mirada, me explicó que ni mis dientes ni mis muelas tenían la culpa de mis dolencias. La culpa era mia por no permitir a mi cerebro sentir la luz del sol, y que por el bien de los dos el permitiria que así fuera. Mi boca seguía abierta y baba espesa colgaba ya resbalando desde mi barbilla cuando aquel hombre,haciendo caso omiso a mi pavor al metal, comenzó a arrancar trozos de la parte petrosa de mi temporal con unas tenazas de herrero haciendo palanca con los arcos zigomáticos para arrancar el primer trozo de mi craneo. Eyaculé entonces una sanguijuela que había crecido en mi testículo izquierdo desde que, siendo niño, pasé tres dias sumergido en una charca creyendo ser un sapo. Comenzó a retorcerse cuando comprendió que había sido expulsada del edén entre los trozos de hueso plano que poco a poco caían cubiertos de pelo y sangre.

Ya no siento dolor. Ahora soy un hombre. Me masturbo y defeco a diario, pero jamás cuando la gente que me rodea puede observar horrorizada que tengo la cabeza llena de agujeros o que el olor de mis heces puede ser percibido directamente por mis sesos.

No me importa, porque conservo mis dientes.

Y ellos a mí.

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