lunes, 4 de mayo de 2009

Cicatrices hermosas.

Hace mucho, cuando tenía trece años, tuve un amigo ligeramente desequilibrado. Sus padres eran primos. Era lo que se podría denominar "una mala influencia".

Una de aquellas tardes de verano, subimos a la azotea de su edificio a tirar globos de agua. Compramos una bolsa de globitos en el todo a cien. Llenamos unos cuantos en el lavabo de su casa aprovechando que sus padres no solían estar mucho en casa, y los subimos a la azotea. Empezamos dejándolos caer sobre los coches aparcados, ya que a esas horas, con todo el sol achicharrando el asfalto, todo el mundo estaba en casa viendo a doña Adelaida antes del Crystal.

Nos cansamos pronto de los globitos, y en un arranque de euforia destructiva, mi amigo cogió un cubito de la playa viejo que alguien había olvidado por allí, resquebrajado y descolorido por el sol, y nos reímos como imbéciles cuando lo tiró. Calló en la acera sin causar ningún daño.

Después, dejándome llevar por una extraña sensación de descontrol anárquico, quizás buscando la aprobación de mi amigo, reparé en una gran costra de cemento que se había desprendido de la barandilla por la que nos asomábamos, y tiré un pequeño trozo a la calle, provocando carcajadas dementes en ambos. Cuando las risas cesaron, mi colega cogió el trozo grande de pared, de aproximadamente un kilo, y lo dejó caer, pero esta vez si pasó algo. En el momento del impacto, se oyó a una niña gritar. Fue un grito breve y gutural, y el pánico nos invadió. Corrimos escaleras abajo dejando abandonados los globos que quedaban.

Ya en su casa, escuchamos el escándalo que se había desatado abajo desde la sala de estar que daba a la misma calle donde había caido el losco. Un grito de socorro de una señora pidiendo ayuda desesperadamente, y poco después, insultos de un hombre que amenazaba al autor anónimo de aquel mini atentado amateur y estúpido que acabábamos de cometer. Nos mirábamos mudos de terror el uno al otro, incapaces de articular palabra.

Poco después llegó una ambulancia, y mientras, el jaleo de la gente indignada se acrecentaba exponencialmente. Reconozco que mi miedo estaba motivado únicamente por las consecuencias que aquel estúpido acto de barbarie podría acarrearme, únicamente por el castigo que recibiría cuando descubrieran a los autores.

Llegó la policía, pero no pudimos entender muy bien lo que pasaba, ya que los gritos de indignación y el pánico no nos dejaban pensar con claridad ni concentrarnos en descifrar los alaridos de aquella caterva enfurecida. Le pregunté a mi amigo si había cerrado la puerta y cogido las llaves del terrado en nuestra huida, y cuando me contestó que sí, en un primer momento me tranquilicé un poco, aunque instantes después pensé que de esa forma, habiendo dejado la puerta del terrado cerrada, estabamos delimitando el círculo de sospechosos a los residentes en el edificio que tuvieran acceso a la llave de arriba. Comprendí que, con toda seguridad, acabarían descubriéndonos. Oimos que alguien llamaba a la puerta de los vecinos del rellano donde vivía mi amigo, y que la policía estaba buscando el responsable. Nos acercamos a escuchar a la puerta de entrada sin abrirla ni mirar por la mirilla, inmóviles y en absoluto silencio intentando escuchar lo que decían.

El trozo de pared había caido sobre una niña. No entendiamos casi nada de lo que decían, pero parece ser que aquel vecino les dio las llaves a la policía para que pudieran subir al terrado a comprobar lo que había allí. De todas formas, sabíamos que nuestra captura era inminente, y cuando llamaron a la puerta de mi amigo, contuvimos la respiración e intentamos fingir que no había nadie en casa. Una hora después volvieron a llamar a la puerta, y volvimos a intentar no existir. Permanecimos así un par de horas, temiendo que en cualquier momento llegara alguno de los padres de mi asustado cómplice. Cuando el barullo cesó, decidí que tenía que irme de allí, y sin decir palabra ni despedirme, me fuí. Ya no había nadie en el la calle, fuí muy cauteloso tratando de que nadie pudiera identificarme o acordarse de mi presencia. Había sangre en la acera y unos guantes de látex. La mancha tenía la forma de sudamérica.

Esa noche no pude apenas dormir, y mi amigo no fue a clase ni al día siguiente ni al otro. No me atrevía a llamar a su casa, ya que tenía miedo de que me relacionaran con el suceso. Mi situación familiar se mantenía ya en aquella época en un equilibrio extremadamente precario. Me porté como un cobarde, e intenté desentenderme del asunto los días siguientes.

Fué mi madre la que sacó a relucir el tema poco después, preguntándome por él. Me preguntó que si sabía lo que había hecho mi amigo, y me informó de que había dejado en coma a una niña que todavía estaba en cuidados intensivos, y que su padre, al enterarse, le había dado una brutal paliza. Yo reaccioné bastante bien y me hice el sorprendido.

Dos semanas después empezaron las vacaciones de verano. Lo cambiaron de colegio, y no volví a hablar con el durante más de diez años, poco antes de que se suicidara. Nunca me involucró en lo que pasó.

Bastante tiempo después, aquella niña coincidió conmigo en la escuela de artes. Llegó a ser la primera burbuja Freixenet de Almería, y en una ocasión me contó como, cuando era pequeña, le tiraron una piedra a la cabeza cuando iba a clase de ballet.

Me mostró la cicatriz mas hermosa que he visto nunca, y me sentí enormemente excitado cuando me dejó palparla, escondida entre su pelo.

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