El sobaco de Cousteau.
Los adolescentes de hoy son afortunados en muchos aspectos, pero sin duda, por lo que más afortunados pueden sentirse es por el infinito despliegue de estimulos audiovisuales eróticos de los que pueden disfrutar.
Estoy hablando de pornografía.
Cuando tenía quince años, comence a masturbarme compulsivamente. Al principio mi excitación fluía desbocada, espoleada únicamente por mi muy desarrollada imaginación, pero pocos meses después, comencé a encontrar ciertas limitaciones en mi recien adquirido hábito onanista. Necesitaba encontrar nuevos estímulos exógenos que me ayudaran a alcanzar el cada vez más esquivo clímax en mis frecuentes automasages genitales.
En aquella época, y es por eso por lo que considero tan afortunados a los adolescentes contemporaneos, la pornografía era una especie de leyenda urbana, un santo grial en que todos creíamos pero que nadie habia podido contemplar con sus propios ojos, y era tanta la fe que en ella depositábamos, que el simple conocimiento de su existencia constituía una suerte de uso residual de la misma.
Por suerte, fui dotado con una excepcional capacidad de análisis de situaciones y resolución de problemas, por lo que un día, sin proponermelo, hayé la solución a mi prematura discapacidad masturbatoria.
Mis padres tenían un video 2000, una maravilla de la técnica que, conectado a una televisión, prometía otorgar a la familia de una inagotable fuente de diversión y cultura, y cuya adquisición fue promocionada con el regalo de la magnífica serie de Jacques-Yves Cousteau "El Mundo Submarino".
Una tarde, mientras contemplaba el episodio en que los tripulantes del calypso aterrorizaban a los indígenas que vivían el el Lago Titicaca, me percaté de que en una corta secuencia de unos seis segundos de duración, los pliegues de piel del sobaco derecho de Monsieur Cousteau mantenían una configuración idéntica a la que por aquella época yo consideraba debería tener también la parte externa de los genitales femeninos, una especie de raja confusa con extrañas arrugas y pelos. Dicho efecto se confirmaba si se pegaba sobre la pantalla con fixo un papel con una pequeña ventanita recortada que evitara el reconocimiento de la poco deseable anatomía del señor Cousteau y que en los menesteres a los que me dedicaba durante el visionado de aquella secuencia no resultaba excesivamente estimulante.
Solucioné el inconveniente de la corta duración de dicha secuencia haciendo un uso excesivo de la pausa, que terminó por quemar los cabezales del casi flamante aparato.
Anteayer, mi psiquiatra me interrogó acerca de mi despertar sexual, y yo conté lo que acabo de escribir aquí. Me preguntó si existía algún tipo de atracción o excitación sexual hacia Jacques Cousteau, a lo que no pude evitar responder un parco "No, solo hacia su sobaco".
Estoy hablando de pornografía.
Cuando tenía quince años, comence a masturbarme compulsivamente. Al principio mi excitación fluía desbocada, espoleada únicamente por mi muy desarrollada imaginación, pero pocos meses después, comencé a encontrar ciertas limitaciones en mi recien adquirido hábito onanista. Necesitaba encontrar nuevos estímulos exógenos que me ayudaran a alcanzar el cada vez más esquivo clímax en mis frecuentes automasages genitales.
En aquella época, y es por eso por lo que considero tan afortunados a los adolescentes contemporaneos, la pornografía era una especie de leyenda urbana, un santo grial en que todos creíamos pero que nadie habia podido contemplar con sus propios ojos, y era tanta la fe que en ella depositábamos, que el simple conocimiento de su existencia constituía una suerte de uso residual de la misma.
Por suerte, fui dotado con una excepcional capacidad de análisis de situaciones y resolución de problemas, por lo que un día, sin proponermelo, hayé la solución a mi prematura discapacidad masturbatoria.
Mis padres tenían un video 2000, una maravilla de la técnica que, conectado a una televisión, prometía otorgar a la familia de una inagotable fuente de diversión y cultura, y cuya adquisición fue promocionada con el regalo de la magnífica serie de Jacques-Yves Cousteau "El Mundo Submarino".
Una tarde, mientras contemplaba el episodio en que los tripulantes del calypso aterrorizaban a los indígenas que vivían el el Lago Titicaca, me percaté de que en una corta secuencia de unos seis segundos de duración, los pliegues de piel del sobaco derecho de Monsieur Cousteau mantenían una configuración idéntica a la que por aquella época yo consideraba debería tener también la parte externa de los genitales femeninos, una especie de raja confusa con extrañas arrugas y pelos. Dicho efecto se confirmaba si se pegaba sobre la pantalla con fixo un papel con una pequeña ventanita recortada que evitara el reconocimiento de la poco deseable anatomía del señor Cousteau y que en los menesteres a los que me dedicaba durante el visionado de aquella secuencia no resultaba excesivamente estimulante.
Solucioné el inconveniente de la corta duración de dicha secuencia haciendo un uso excesivo de la pausa, que terminó por quemar los cabezales del casi flamante aparato.
Anteayer, mi psiquiatra me interrogó acerca de mi despertar sexual, y yo conté lo que acabo de escribir aquí. Me preguntó si existía algún tipo de atracción o excitación sexual hacia Jacques Cousteau, a lo que no pude evitar responder un parco "No, solo hacia su sobaco".

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