Olivas rellenas.
Quizás pueda resultar extraño que yo piense esto, formando como formo parte de la competencia, pero algunos badulaques regentados por hindúes le dan mil patadas al negocio de mi madre. La otra tarde estuve en uno donde cohabitaban prácticamente todo tipo de productos básicos e inesperados a una relación calidad-precio realmente sorprendente.
Plantillas recortables para los pies de hasta cuatro modelos diferentes, salsas y latas de conservas de una veintena de variedades, sección refrigerada de ahumados y embutidos, seis tipos diferentes de cerveza, pantalones, camisas y alfombrillas para el automóvil, chucherías de mil formas, tamaños y colores, una completísima sección para el hogar y la higiene que haría palidecer de envidia a las cadenas barriales de El Árbol. Un hipermercado comprimido en poco más de ochenta metros cuadrados con horario flexible a dos pasos de tu casa, una delicia.
Los populares establecimientos chinos suelen ser más voluminosos pero también más inadecuados. Y ciertamente fútiles. ¿Qué insensato precisaría un dragón de resina de medio metro lacado en verde esmeralda para decorar el recibidor? Eso sin enumerar toda una infinita gama categóricamente dudosa de subproductos cuyo inventario sobrepasaría con creces los volúmenes de la biblioteca de Alejandría. Aunque de todas formas, una visita pormenorizada por sus interminables pasillos suele deparar horas y horas de diversión, no exenta de bizarros hallazgos.
Y allí estaba yo, dando vueltas como un poseso, contrastando precios y escudriñando especias como una maruja menopáusica. Toda una tarde invertida de buena gana para al final adquirir una bolsa de panchitos y una lata de olivas rellenas. Pero volvería a repetirla.
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