miércoles, 15 de abril de 2009

Miguelito.


Me acuerdo perfectamente. El taller de teatro donde improvisábamos por las tardes estaba a dos pasos de aquella tetería iraní y allí coincidimos con Miguelito por primera vez. Intercambiamos algunas impresiones y a la semana siguiente ya era uno más del grupo.

Sobra decir que Miguelito era un auténtico payaso vocacional. Solía saltarse los ensayos justo en el momento más decisivo para buscar refugio en los bares del centro. Luego se justificaba con algún sarcasmo oportuno, como si sus repentinas gracias fuesen capaces de amortiguar nuestros reproches.
Miguelito, niño de papá. La última vez que coincidimos estabas a punto de marcharte a Madrid para hacer un curso de interpretación. Lo único que se te ocurrió decirnos en aquel instante fue que deberías habernos dejado mucho antes, que estabas harto de perder el tiempo con semejante grupo de aficionados de tres al cuarto.

Miguelito, Eva estuvo llorándote durante mes y medio, imbécil.

Y entonces, por educación, me guardé de decirte estas palabras que ahora te confieso: Cómete Madrid. Y revienta.

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